Esta vez es Lola Romero, profesora de matemáticas, quien nos envía un texto sobre una clase de matemáticas muy especial. Seguro que os gusta
Birmania, verano de 2012 |
Había
expectación y curiosidad, por parte de unos y de otros, que pronto se
transformaron en juegos y, sobre todo, en risas. (En Birmania, las risas y
sonrisas muestran el corazón de sus gentes, su alegría y ganas de vivir, su
carácter servicial, sus deseos sinceros de agradar; allí encontré muchísimas,
todas llenas de infinidad de emociones que llegan a lo
más profundo.) Llegué a la hora del recreo, y no tardé en sentirme como en casa.
Todos los niños querían jugar, pero sobre todo, me pedían que les hiciera
fotografías, para después mirarlas y no parar de reír. (La mayoría de birmanos
son pobres, sin apenas acceso a tecnologías ni a medicinas, saliendo de una dura
dictadura militar.)
En
un instante, el patio se vació, y continué deambulando por el colegio. Fue
entonces cuando pasé frente a esta ventana abierta. Los chicos, muchos de ellos
monjes budistas (sus familias los envían a vivir con los monjes para poder tener
acceso a educación y a un plato de comida), muy aplicados, escuchando y
copiando, no parecían los mismos que momentos atrás alborotaban con sus juegos;
la maestra, en la pizarra, inmaculada con su camisa blanca, que me recordaba a
las maestras de antaño; y la clase, de matemáticas, mi vocación, mi profesión.
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