LA SUBIDA DEL CASTILLO
El
alboroto de las golondrinas que daban vueltas y vueltas alrededor del
campanario de la iglesia me hizo despertar. Aún no había salido el Sol, debía
de ser muy temprano cuando me levantarme sin más. No tenía hambre y decidí
subir al Castillo.
Bajé
las escaleras de la casa morisca con cuidado, como siempre; cada peldaño era de
un tamaño distinto y era fácil caerse. De hecho, creo que toda la familia
alguna que otra vez hemos tenido un resbalón en ellas.
Salí
a la calle directamente, no abrí el ventanuco para ver qué tiempo hacía. Cerré
la puerta y bajé los cuatro escalones que me separaban de la empinada cuesta.
Comencé
a subir por la angosta calle hasta la última casa, no vi a nadie, no se oía
nada………la estrechez se hacía cada vez más evidente, las casas ya no
estaban…..en su lugar había ruinas y más ruinas de antiguas moradas unidas
entre sí por muros de piedra derruidos por los que asomaban algunos troncos de
madera que sostenían las estancias. Eran casas de familias muy humildes que
fueron heredadas y convertidas en corrales por sus descendientes que bajaron a
vivir al Valle buscando una vida más placentera.
Mientras
subo por las viejas escaleras del camino mirando hacia abajo para no tropezar
con la basura miro a los lados, imagino cómo a través de las puertas abiertas o
inexistentes sería la vida de aquellas personas que allí vivían. No es la
primera vez que dicho pensamiento acude a mi cabeza, cada vez invento una
historia distinta, me gusta fantasear con la situación. Mientras todo esto
ocurre llego a un tramo en el que ya empiezo a divisar el pueblo.
Un
primer escalofrío recorre mi cuerpo, el fresco de la mañana se ha hecho
evidente y la suave brisa que llega me hace tiritar, seguramente de emoción, o
de ambas cosas. Hay momentos en que siento y ya está, sin más.
No me
paro, solo bajo el ritmo de mis zancadas, sé que al final me espera algo más
sorprendente, este es solo el preámbulo.
El
trazado de la subida me obliga a dejar el pueblo aún dormitado en tonos azules y
grises a mis espaldas. Mi vista está ahora pendiente de subir y subir cuidando
de no caerme, no veo el cielo, solo rocas y tierra y en las mordeduras del
camino veo cantos rodados que amasados unos con otros me cuentan que hace
muchos, muchísimos años el río que ahora discurre por el pueblo seguramente se
paseaba por estos lugares al igual que lo estoy haciendo yo ahora.
Ya me
queda poco, creo que no fue buena idea el no haber tomado algo antes de subir.
Siempre me sucede igual, qué daría yo ahora por tener aquí mismo una mesita de
esas plegables con una tostada de pan de pimentón con aceite de oliva y un café
con soja, de esos que se hacen con máquina de brazo y que solo de olerlo lo
transportan a uno a los hedonistas del pasado.
Subo
los últimos escalones con la gusa en el estomago, hay una pequeña explanada con
una reja en la que dejar caer el cuerpo, ahora sí: el pueblo abajo, enfrente y
justo detrás la fortaleza.
El
espectáculo comienza como casi todas las mañanas aunque para mí solo se hace
evidente ahora, cuando estoy aquí.
El
Sol que ha salido hace un rato aún no ha llegado, debe de saltar una montaña
que alguien puso en su nacimiento para que se columpiara por su ladera y una
vez divertido por el fenómeno natural llegara agradecido por los blanqueños a
colorear sus tejados que ahora se vuelven ocres y rojos, radiantes de felicidad
cuando notan su calor que a la tarde se volverá sofocante.
Desde
mi posición privilegiada ubico las casas de mis conocidos, mi familia, mis
amigos, otras por hechos de esos que no debían haber pasado nunca, desgracias y
tragedias que nadie se merece pero que pasan.
Levanto
los tejados con la vista e imagino lo que hace la gente dentro de sus casas, me
resulta divertido pensar en historias paralelas, cosas que están pasando ahora
mismo producto de mis pensamientos.
De
nuevo mi estómago me vuelve a decir algo, el calor aprieta y no tengo una pizca
de sombra. Va siendo tiempo de bajar. Tengo que dejar de mirar el Valle, lo he
visto cientos de veces y nunca me canso. La escalera, tan peligrosa me hace
dudar; algún día me caeré, no soy capaz de hacer el recorrido sin mirar al
horizonte. Bajo en un plis plas, la fuerte pendiente me invita.
Subo
las escaleras del portón de dos saltos y me encuentro en la cocina dispuesto a
preparar la cafetera y encender el tostador.