Pendiente quedaba un escrito el curso anterior de la afamada serie de la A a la Z. Ha tardado en llegar pero Lucía , al fin, lo ha enviado. Y hay una versión extensa en la sala de profesores.
Iniciamos por tanto, el año académico 2013-14
Jibia
(I remember you)
Was
it in Tahiti?
Were we on the Nile?
Hacía tiempo que no iba por allí.
La Ola, el restaurante de la Isleta del Moro,
está junto al agua, casi encima de ella. Sobre la plataforma de madera hay
mesas de piedra clara que contrastan con el azul marino de la barandilla,
deslustrada por la humedad. Si no hace mucho viento, los clientes piden una
mesa fuera para contemplar el mar.
Antes
de comer, dieron un paseo. A pesar de estar a finales de abril, algunos
valientes se atrevían a meterse en el agua.
Ellos nunca se bañaban allí. Preferían caminar hasta las pequeñas calas
nudistas cercanas a San José –quince minutos atravesando matorrales que le
arañaban las piernas-, apenas recortes de arena fina, flanqueadas por rocas que
las ocultan de miradas curiosas.
Recordaba a un hombre y a una mujer desnudos
contra el fondo de montes donde pastaban algunas ovejas entre el lentisco. A lo
lejos avanzaban, como équidos somnolientos, unos paseantes. La roca volcánica
hacia reverberar el brillo del agua llenándolo todo de un blanco rutilante. El
agua estaba helada, y la piedra caliente.
Descuidadamente, los hombres se quitaban el bañador; las mujeres, la
parte de arriba del biquini. La recordaba a ella charlando en voz baja con uno
de sus amigos, con aquella voz de pajarillo que revoloteaba en sus oídos
mientras estaba tumbado sobre la toalla. No sentía celos del otro hombre, no
cuando el sol le bañaba el cuerpo y habían estado toda la noche juntos. Permanecía
de pie, posando con aquella serena gracia que le daban sus cuarenta y algún
años, repartidos por todos los pliegues de su piel. Se miraban durante la
conversación, reconociendo en el otro al poseído y al poseedor. Ella sonreía.
Long, long ago,
say an hour or so.
I recall that I saw you smile.
Antes de
comer, pidieron un aperitivo.
- ¿Os apetece jibia en salsa? -dijo ella.
- ¿Jibia? -preguntó él-. Ah, sí, sepia.
- Parece mentira que no te acuerdes -rio ella-. ¡Con
la de veces que la hemos tomado!
Jibia… La misma sepia en salsa verde
que comía durante el verano en Alicante. Sin embargo, dicha por ella, la
palabra adquiría esa fresca sonoridad que tanto le había encantado cuando la
conoció. Sin darse cuenta, la pronunciaba como un silbido: aspirando la j,
afinando la voz en las íes, uniendo los labios en la b y dejando la boca entreabierta en la a. Aquello le trajo a la memoria su
historia de amor entera, los sueños olvidados que había concebido sobre ella.
Un resplandor llegó desde el fondo de su mente, articulado en aquellas dos
sílabas, urdiendo todo lo que habían compartido.
Se quedó anonadado, con una expresión
vacía en los ojos. Avistó, lejana, una línea de oblicuo recuerdo que se aproximaba. Un peso en la parte de atrás de la cabeza le
abrumó. Tiraba de él, intentando hundirle. No era dolor, sino un pensamiento informe
e insoportable, una herida antigua asimilada a un sufrimiento de cuando era
niño, a su primera angustia. Algo se retorcía en lo profundo.
- ¿Te pasa algo?,-le preguntó Juan Antonio, el
soltero impenitente del grupo.
- No, no. Estaba distraído.
Bebió
un poco de vino blanco y se calmó.
Continuó contemplándola en silencio. No le
importaba que los demás se dieran cuenta. Todo el mundo sabía lo que había
habido entre ellos: una aventura más de las que tuvieron lugar aquel año. Había
envejecido poco: algunas arrugas más en las comisuras de los labios. Casi
pelirroja y un poco pecosa, escondía los ojos tras un flequillo que le daba
aspecto de niña traviesa. Era morbosa en su curiosidad, le encantaba observar
los errores y secretos de los demás. Cuando se ponía seria, se colocaba el pelo
detrás de la oreja. Entonces aparecía la mujer milenaria: la madre, la hermana,
la esposa; entregada y dadora. Los años de la rocas del cabo -desgastadas por
el mar y la erosión, pero inamovibles- residían
en ella.
¿Un
amor de meses? ¿De un par de estaciones? No había necesitado mucho tiempo para
seducirla: toda su resistencia fue simulada. Se habían atraído enseguida y ya eran
mayores, mayores como para enamorarse y disfrutar el uno del otro sin muchas
ataduras, sin muchas pretensiones.
Una tarde
en pleno invierno, apoyados sobre un desabrido café, decidieron hacerse
amantes. El no preguntó y se abrazaron sin prisa, deteniéndose en la
resistencia del otro.
Por la mañana, el café estaba mucho más
fuerte.
I remember you.
You're the one who made
my dreams come true.
A few kisses ago
Después de comer solían ir a Los Italianos a
tomar café. La pintura blanca y azul del establecimiento estaba envejecida por
el ambiente húmedo y salino. El viento constante enfriaba el ambiente con
rapidez. Bromeaban y reían calmadamente,
como hacen los que ya han consumido la mayor parte del día. Él contemplaba un
parque infantil construido con materiales reciclados y pintado de colores
vivos. Algunos niños bajaban por el tobogán mientras los columpios se mecían,
vacíos. En aquella época del año, las casas que estaban en alquiler permanecían
con las persianas bajadas, aún sin ocupar. En verano estarían todas llenas.
- ¿Te ha entrado frío? ¿No has traído
chaqueta? -preguntó ella.
- Estoy bien, -contestó él-. Es la humedad del
mar.
Más allá de San José, ni siquiera los móviles
funcionan. No hay antenas en el Parque Natural. El exterior permanece tras una
frontera nebulosa y queda suspenso en el tiempo hasta la vuelta.
I remember you.
You´re the one who said
I love you too.
Didn´t you know?
Una tarde
de marzo se citaron con los amigos para ir al cine. El gusto de ella no estaba
mal, con un poco de educación quizás llegar a apreciar algunas películas
interesantes. Mientras esperaban para la
sesión nocturna, salieron a dar un paseo por el puerto de Almerimar. Allí el viento sopla en todo momento. Ulula entre
las casas y aúlla en las plazas. Aquel
puerto artificial, concebido como un bloque de cemento tras otro, ofrecía al
ocaso su escasa belleza. En algunos callejones, los primeros pisos de los
comercios se asomaban tristemente al agua, como en una Venecia deslustrada y
sin carnaval.
A
medida que la tarde cedía, las luces del puerto y los pilotos de los barcos sustituyeron
a los bloques y a los ángulos rectos. Se alejaron un poco del resto y se
besaron escondiéndose de la luz de las farolas.
-
¿Sabes cuándo te vas?
- El
proyecto termina a finales de junio, ya lo sabes.
Ella
hablaba bajo y su voz aguda se suavizó un poco.
- ¿No
podrías quedarte un poco más?
- Me
están esperando en Valencia. Tendré unas dos semanas de vacaciones, y luego a
Barcelona, a la nueva oficina.
- ¿No te cansas de llevar
siempre la misma vida? ¿De cambiar tanto de casa y de gente?
Aquel
comentario le enervó. Ella había formulado la súplica con demasiada calma, con
una serenidad que, de estudiada, era irritante. Cuando le hablaba así, no podía
evitar pensar que se guardaba su pasión para otro. Tanta bondad, tanta buena
educación, no podían ser naturales.
- ¿No os cansáis todos de decir siempre lo
mismo? En este momento es lo que tengo que hacer. Mi trabajo es mi forma de
vida.
Se
separó de ella y caminó hacia la zona iluminada del muelle. Estaba enfadado. ¡Siempre aquellas
reconvenciones! Ella, que nunca se le entregaba completamente, que nunca dejaba
de permanecer alerta y, sobre todo, que jamás discutía con él. Parecía que ni
los estremecimientos ni los anhelos iban con ella. Los únicos suspiros se los
sacaba en la cama, y hasta ésos parecían medidos. Él no quería herirla: le
había dejado bien claro que aquello era temporal. Claro que la echaría de
menos; pero otra cosa vendría para sustituirla.
Por
encima del fragor de aquel viento persistente, escuchó el tintineo de las
jarcias chocando contra los palos de los barcos. Aquel sonido brillante,
diáfano, le distrajo de sus pensamientos y alzó la mirada. Ella venía hacia él.
Se
abrazaron.
- Perdona mi mal humor, cariño. No me gusta
hablar del tema.
Ella
pasó los dedos por sus patillas y suspiró.
And I remember too a distant bell.
And stars that fell
like rain out of the blue.
Conducía relajadamente de vuelta a casa. Ningún
lugar le resultaba tan familiar como la Marina Alta. Amaba aquella luz, aquel cielo que descendía
casi sin gradación hasta los cultivos, que dejaban paso a la franja verde
oscuro de los frutales. El aire era húmedo, tibio, tan distinto al duro viento
almeriense. Se hacía de noche a medida que ascendía y las sombras comenzaban a proyectarse
sobre la carretera. El contraste volvía
los colores más intensos. El Montgó apareció ante él, extendiéndose, panzudo,
por todo el paisaje.
Se
sentía satisfecho. Había disfrutado de aquella visita a sus amigos de Almería.
Merecía la pena seguir mantener la amistad con los antiguos compañeros. Pensó
en ella con placer y ternura: seguía siendo hermosa.
No medió una despedida entre los dos: terminaba
de llenar su pequeña maleta y recibió un mensaje en el móvil. Era de ella: ¿Vas a venir a la comida de despedida? Di
que sí. Quiero verte. Ya habían estado juntos la noche anterior y se lo
habían dicho todo. Había observado su cuerpo desnudo en la sombra de la
habitación, apenas iluminada por la luz exterior. No llegaba el rumor del mar
hasta aquella urbanización, llena de extranjeros y jubilados. Solo escuchaba el
viento, perenne y cansado.
Lo
siento. Tengo que irme. Es tarde ya. Nos vemos. Bss.
Echó un último vistazo a aquel piso compartido
decorado con muebles baratos de pino claro y salió. Subió al ascensor y pulsó
el botón de bajada al garaje. En diez minutos estaba en la autovía. Puso algo
de música y comenzó a repasar aquella aventura –affaire, la llamaba trasnochadamente él. No había sido ligera, pero
tampoco podía decir que la había amado con pasión. Como quien construye un
endeble castillo de naipes –un château de
verre-, rememoró aquella relación desde el día en que la vio por primera vez
y le atrajo aquella pequeña sonrisa.
En su mente
se sumaban las imágenes de ella: su voz, aquella voz de pajarillo, rápida, inapresable;
aquellas mejillas que lucían un ajado rubor; los labios, casi vulgares en su
ofrecimiento; la cintura, estrecha. Y el pelo, de un rojo anaranjado que
empañaba todos sus recuerdos de ocaso. Sí, eso había sido eso para los dos: un
amor de madurez, un amor medido y
calculado que acabaría en la más absoluta cordialidad.
Oscureció en cuanto sobrepasó el Montgó. Aún
estaba entre montañas. Llegaría en media hora. Se desplazaba despacio por
aquellas curvas antiguas. El firme de la autopista, también antiguo y distinto,
era muy rugoso y se hacía sentir bajo las ruedas. La carretera estaba
prácticamente vacía. No veía otros coches en el espejo central. Viajaba en la
oscuridad y la negrura se iba colando por los respiraderos del coche,
invadiendo todo el habitáculo. La frescura del aire se desvaneció y comenzó a
sollozar. El peso en la cabeza que había sentido durante la mañana volvió,
insoportable esta vez. Tiraba de él hacia atrás, hacia el negro.
Yo… pero, era ella… Yo… quería, quise… No
pude. A veces soñaba con… Un sueño… When my life is
trough Me acerco al final… ¿Nada? And the angels ask me Si ya la había olvidado… Hemos estado juntos… hoy…
juntos To recall the thrill of them all La deseaba como no deseé a
nadie. La tuve… Quisiera verla. Ahora.
Ella… ella… ¡Ella!
Era ella.
Then I shall them I remember you.
Al día
siguiente, le dolía un poco la cabeza.
En El
pájaro de la felicidad, Mercedes Sampietro le dice a Aitana Sánchez-Gijón
que no abandone el amor que tienen, que teme perder aquello que tanto les ha
costado conseguir. La otra se marcha con un actor en un Golf. La protagonista,
la única que ama de toda la historia, al final se queda sola. Tiene al niño
y el Cabo de Gata para vivir.